10.12.07

Después del silencio,


Empieza a hablar, no sé quien, alguien.
Hablas tú también, luego te vas

...

9.12.07

Tierra de nadie

"La caza de amor,
es de altanería"
Gil Vicente

Esteban dormía profundamente cuando Lucio lo destapó avisándole la hora de partir. Tratando de no hacer ruido, el niño se incorporó entre bostezos. Alcanzó sus huaraches y, ligeramente más despierto, se despidió de su madre con un tímido beso en la frente. Tapó a su hermana y corrió a buscar a su papá. Salió aprisa de su casa, pensando que le había tomado ya alguna ventaja.

“Ojalá Esteban no hubiera despertado esa mañana, mejor muerto a ver como le sacan las tripas a tu padre…” Me dijo Galdina Herrera, su madre, gorda y mustia, unos años después. Esteban contempló cada machetazo, inmóvil y en silencio, ensordecido por los alaridos de su padre. Lucio Arenas quedo tirado, y bien muerto, sobre la mierda de los borregos que ya no salieron a pastar. El niño corrió a su casa, para avisar, solo hasta que la sangre hizo lodo con la arena de sus pies.

Fue un entierro sencillo y frío. Poca gente fue a despedirse. Posiblemente Esteban recuerde los ojos grandes y mansos de don Lucio en el ataúd, tanto como la mirada indómita y recia de su madre. Galdina se volvió una mujer menos amargada. Parecía que la muerte de su marido le hubiera soltado las amarras. “Yo jamás quise casarme con Lucio”. Me confesó ella misma en su lecho de muerte. Se casó, según decía su abuela, para aprender a ser mujer. Se casó segura de que también el amor se aprende.

Toda la gente se daba cuenta de lo que sucedía en la casa de los Arenas. Muerto Lucio, su viuda hacia cualquier cosa, menos atender a sus hijos. Crecieron solos, y a leguas se podía ver la tristeza en sus ojos, su infancia en ruinas. Eran ellos quienes se hacían cargo de la casa. Lucía se levantaba una hora antes que su hermano a preparar café con alcohol de caña brava. Esteban desayunaba, y antes de las cinco de la mañana, ya estaba arreando a los borregos con rumbo al cerro.

Cierto día, creyendo que su hermana estaba ya preparando la comida, Esteban entró al cuarto de su hermana buscando sus huaraches. Abrió la puerta de golpe y sin avisar. En cuanto puso un pie dentro, la vio. Estaba por vestirse. Pronto, el humor de Lucia inundó la habitación. Y aunque no hizo nada por cubrirse el cuerpo, no pudo evitar sentirse avergonzada. Él jamás olvidaría la escena. La desnudez intensa de su hermana; completamente sofocada por sus glándulas.

“No sabía yo ni como tenía que sentirme. La quería con tanto, que hallaba sustento no más al mirarla” -Palabras de Esteban, pocos días antes de irse de su casa- Se sentían confundidos, no sé si enamorados. No sé si pueda haber amor entre hermanos, tener hijos y todas esas cosas que hacen los casados. Aunque cierto es que se veían felices.

La casa estaba llena de vida otra vez. Esteban encontró en Lucia un manantial de agua nueva. Siempre limpia. Siempre fresca. En cada rincón hubo encuentros furtivos; a escondidas; vigilando. Jamás olvidaré sus rostros. Estaban bien decididos a enfrentar cualquier cosa. Parecían niños, y siempre he pensado que los niños son capaces de todo.

Huyendo de los ojos de su madre, Esteban decidió llevársela. Se la llevó lejos de los caminos y de los pueblos. Se la llevó lejos de los ojos de Dios, se la llevó y se maldijeron solos. Una vez más vinieron a engendrar esta tierra de nadie. Regresaron a secarse como los padres de sus padres. Llegaron a donde nacieron Lucio y Galdina de la misma sangre. Vinieron a nacer de sus hijos y a fornicar con sus hermanos.

Son los Arenas los que la deben. Son ellos, los hijos no queridos de Dios.